Escribí esto hace unos meses pero no quise publicarlo. Hoy decido compartirlo con vosotras.
Hoy es un día lluvioso y frío en Roma y de pronto me he dado cuenta de que estoy aquí. Solo soy una tía de 20 años, anónima para el mundo, que vive y vivirá durante meses en la llamada città eterna. Que pasará muchos más días lluviosos, de frío, de calor húmeda y asfixiante, como los que ya ha pasado aquí.
Ya he comprado postales para mandarlas a los amores. La familia, las amigas. Me voy a volver a aficionar a leer y a escribir, porque creo que esta ciudad te transforma si sabes por dónde moverte y dónde mirar. Tal vez es también la regla, que me hace ponerme nostálgica y melodramática, pero aprecio de pronto la música en un timbre que antes no lograba escuchar. Y siento que será mi fiel compañera en esta ciudad repleta de Arte. Una de las postales que he comprado es un antiguo cartel de la Tosca, una ópera de Puccini que no he visto ni escuchado, pero que debía comprar. Vivir con una música me da muchas más ganas de retomar el violonchelo cuando regrese de aquí; o, más bien, de pedirle a la Lucía que regrese (que no sé quién será) que vuelva a hacerlo. Confío en ella y confío en que lo hará.
El otro día escribía algo así:
aún no sé cómo me siento respecto a que mi cuerpo esté en roma (y mi alma siga vagando entre gentes y lugares). […] también me abruma pensar en todo lo que se presenta ante mí, no sé si abriendo los brazos o aún alerta, sospechoso, vigilante. pienso mucho en lo que he aprendido sobre mí y sobre el mundo estos días y es que nadie sabe nada. que todos estamos aquí, yendo de un lado para otro y esperando a que pase algo, pero mientras tanto solo caminamos a todas partes o subimos al metro sin billete. […] miramos alrededor y todo nos recuerda a ella [a casa]. camino por la calle y me siento ajena a este lugar, pero ya conozco el camino al supermercado, el giro de la llave y el vecino que toca el saxofón. esta mañana lo hemos visto.
El invierno será nostálgico. Compraré castañas y las asaré mientras me acuerdo de mi madre. Me pondré un abrigo (que aún no sé cuál es) y caminaré por calles oscuras a las cuatro de la tarde, mientras en España aún hace sol que no calienta. Beberé café caliente y (ojalá) chocolate caliente. Y pasaré delante del Coliseo una vez más para ir a cualquier lugar, y diremos en voz alta: ¡Chicas, estamos en el Coliseo!, como si no fuese algo normal en nuestras vidas ahora mismo. Porque no lo es.
Anoche diluviaba en Roma y corrimos a refugiarnos al Panteón. El Panteón nos ofreció su refugio. Y aunque yo bailé bajo la lluvia y me empapé y bebí agua de la fuente, sabía que podía buscar cobijo entre las colosales columnas que permanecían, impasibles, ante mí. Y que han permanecido así durante años, ante miles y millones de personas que no son yo. Que estuvieron cuando yo no había nacido y que no viven cuando yo he estado. Y miro la plaza vacía, los rayos, los truenos inmediatos, las columnas y el templo y pienso en el óculo del techo, y en que el suelo de dentro probablemente se estará mojando. Un día más. De su historia de miles de días. Y pienso en todas esas personas que lo habrán visto antes que yo y en todas las que lo verán o las que lo están viendo ahora mismo, y me digo que nadie, nadie en el mundo más que yo, está ahí en ese instante. Que absolutamente nadie más me está viendo mirar al Panteón una madrugada del 25 de septiembre de 2022. Y me abruma. Me sobrecoge. Me abraza entre sus paredes de mármol y me dice: ven, estás en casa porque tú eres tu casa. La llevas contigo siempre.